Cuando el tiempo pasó y los niños crecieron, uno de los muchachos discutió con su padre, se enojó mucho y decidió irse de su casa. El papá pidió que se quedase, pidió dialogar y arreglar el asunto, pero no resultó. El joven se fue lejos y vivió día tras día conforme a su voluntad, dándose el gusto de conocer y probar todo lo que se le presentaba. Esta manera de vivir lo llevó por mal camino y estaba sufriendo.
Una tarde, recordando su niñez y todo lo que había aprendido, la felicidad con la que había crecido y el amor de su familia, escribió un mensaje a su padre. En él reconocía haberse portado en forma incorrecta y pedía perdón. Deseaba volver a su hogar y recomponer los lazos papá-hijo.
En un tiempo él volvería a su casa en tren. El ferrocarril pasaba cerca de su casa y el tren era visto desde la ventana de la cocina de su hogar. Le pidió a su papá que lo perdonara y que colgara una tela blanca en el árbol preferido en señal de perdón. Si así fuese, él bajaría del tren y corriendo iría hasta su padre. Pero si no, seguiría de largo y no molestaría más.
Llegado el día, compró boleto, subió al tren y con muchas ansias viajó esperando visualizar el árbol y la respuesta de su papá. Cuando se acercaba y alcanzó a ver el árbol de su patio, la emoción lo inundó en un río de lágrimas, pues el papá no había colgado la tela blanca como él pidió, sino que había llenado la gran copa del árbol con pañuelos blancos, no uno sino miles, dándole la bienvenida. Bajó, entonces, del tren y corrió hasta el cerco donde se encontraba su papá esperándolo con los brazos abiertos llenos de amor.
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¡Qué bueno es reconocer cuando cometemos errores y con humildad pedimos perdón! Siempre la recompensa es mayor al motivo que nos llevó a equivocarnos.
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