sábado, 9 de marzo de 2013

Los amigos de Jesús de Nazaret. Marcos, Mateo, Lucas y Juan.


HOLA, NIÑOS

Somos cuatro amigos de Jesús de Nazaret. Nos llamamos Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Y nos gustaría contaros una historia, que sucedió hace casi dos mil años. Aunque haya pasado el tiempo nos acordamos muy bien. Seguro que vosotros tampoco la olvidaréis.

Este es Jesús nuestro amigo



SAN MATEO (Domingo de Ramos)

Hola, amiguitos. Soy el Evangelista san Mateo. Mirad, por aquel entonces Jesús era una persona muy conocida en Jerusalén y en toda nuestra tierra. Había predicado a miles de personas, había curado a ciegos, cojos, paralíticos y enfermos de toda clase. Todos le querían. Bueno, casi todos. La verdad es que algunas personas importantes no lo querían nada: le tenía envidia, no aceptaban sus palabras y se enfrentaban con él.
Un día entró Jesús en el Templo y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el Templo; volcó las mesas de los  cambiaban dinero y los puestos de los vendedores de palomas. Y les dijo: «Está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración. ¡Pero vosotros estáis haciendo de ella una cueva de bandidos!». Aquel día los que no querían a Jesús se enfadaron todavía más.



Jesús, que no era nada tonto, se daba cuenta y a veces nos decía: “Mirad que tengo que sufrir mucho, me matarán y a los tres días resucitaré”. Nos lo dijo en muchas ocasiones, porque nosotros, los discípulos, no nos lo podíamos creer. Sin embargo, poco a poco nos fuimos convenciendo de que había mucha gente que quería matar al maestro. Sin embargo unos días antes de que lo crucificaran ocurrió algo fantástico.
Jesús y los discípulos estábamos cerca de Jerusalén y el maestro dijo:
—Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos.
Fueron dos discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada.
Y la gente que iba delante y detrás gritaba:
—¡Viva el Hijo de David!
—¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
—¡Viva el Altísimo!
Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada:
—¿Quién es éste?
La gente que venía con él decía:
—Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea.


Cuando vimos y oímos todo esto, nosotros, sus discípulos nos llenamos de alegría. También Jesús estaba contento, aunque algunos dicen que se le notaba un poco preocupado. Sabía que todo podía cambiar de un momento a otro. Todos decían: “viva”, pero podían cambiar pronto de opinión.
¿Os ha gustado la historia?


SAN MATEO.-

Juan y yo, Mateo, os vamos a contar algunos detalles de la cena más especial en la que nunca hemos participado. Todas las familias de nuestro pueblo se reunían aquella noche. Comían y bebían, recordaban cómo Dios los había liberado de la esclavitud de Egipto y le daban gracias.

Jesús y cada uno de los discípulos habíamos celebrado muchas veces la cena de Pascua. Pero esta cena fue distinta. Ocurrieron cosas tan profundas, que casi no las sé explicar.
En un momento de la cena, Jesús tomó un pan y lo partió despacio, como si quisiera que no nos perdiéramos nada de lo que hacía y decía. Nos miró a cada uno de los doce apóstoles y nos dijo estas palabras:
        —Tomad, comed: esto es mi cuerpo.



Y después, cogiendo un cáliz pronunció la acción de gracias y se lo pasó diciendo:
—Bebed todos; porque esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos para el perdón de los pecados. Y os digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre.



Si os digo la verdad, he de confesaros que no entendimos casi nada de lo que nos decía. Pero poco a poco nos dimos cuenta de lo que Jesús nos quería enseñar con sus gestos y palabras. Nos daba un poco de pan y un poco de vino, pero con ese pan y en ese vino nos regalaba algo mucho más valioso: su amor y su vida.
Aún ocurrió otra cosa que nos dejó a todos impresionados, sobre todo a Pedro. Juan os lo cuenta:

JUAN:

Cuando menos lo esperamos, Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ata al cinturón; luego echa agua en una palangana y se pone a lavarnos los pies a nosotros, sus discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Nadie se atrevía a hablar. Sólo algunos esclavos lavan los pies de sus señores... No podíamos comprender cómo Jesús, que era nuestro jefe, nuestro Señor, pudiera caer tan bajo.
Todos nos dejamos lavar los pies, pero cuando se acercó a Pedro, éste le dijo:
—Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?



Jesús le replico:
—Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.
Pedro le dijo:
—No me lavarás los pies jamás.
Jesús le contestó:
—Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.
Simón Pedro le dijo:
—Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo:
—Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio.
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
       —¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «El Maestro» y «El Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.
¡Cuántas cosas nos enseñó Jesús en aquella cena! No las olvidaremos jamás.

SAN MARCOS (Viernes Santo)

Yo soy el Evangelista San Marcos y os voy a contar la parte más triste de la vida de Jesús. Cuando ocurrió esta historia, yo no era discípulo de Jesús. Era todavía muy joven, pero vi todo lo que pasó. Jesús era para mí una persona especial. Escuchadme con atención
¿Os acordáis de lo que os han contado San Juan y San Mateo? Ellos os han contado lo que sucedió en la cena. Y yo os voy a contar lo que pasó después.
Jesús salió de la sala y se llevo a Pedro, a Santiago y a Juan, y marcharon al Monte de los Olivos. ¡Qué triste estaba Jesús! Sabía que pronto lo iban a matar. Cuando lo pienso me dan ganas de llorar. Decía:
—Me muero de tristeza.
Y rezaba, lleno de terror:
—Padre: tú lo puedes todo, Líbrame de la muerte. Pero  que no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.
Mientras Jesús rezaba, sus discípulos se durmieron. ¡Qué poco aguantaron! ¡No entendían nada de lo que estaba pasando!


Cuando estaba hablando con Pedro, Santiago y Juan, se presentó Judas, uno de los  discípulos más cercanos, y con él gente con espadas y palos, mandada por las autoridades. Ellos sujetaron a Jesús y se lo llevaron.
                                         

Y todos sus amigos, se asustaron, lo abandonaron y huyeron.
Yo miraba escondido todo lo que sucedía. Tan sólo me cubría una sábana. Alguien me quiso agarrar pero, soltando la sábana, me escapé desnudo.
Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote, y se reunieron todos los jefes religiosos. Lo acusaban de muchas mentiras y al final lo condenaron a muerte por decir una verdad, por confesar que él era el Hijo de Dios.

El pobre Pedro no se atrevió a decir que él era seguidor de Jesús. ¡Qué mal lo paso! Tenía mucho miedo. Cuando canto un gallo, se dio cuenta de lo que había hecho y lloró muchísimo.

Al día siguiente, los sacerdotes con los ancianos entregaron a Jesús a Pilato.
Pilato quería saber la verdad, y se dio cuenta de que Jesús era inocente. Pero no quería quedar mal con los sumos sacerdotes. Como no sabía ya que hacer preguntó al pueblo
—¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?
Y el pueblo, engañado por los jefes religiosos gritaba
—Crucifícalo. Crucifícalo.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio de Pilato. Le pusieron  una corona de espinas, que habían trenzado, le golpearon la cabeza con una caña y le escupieron. Jesús callaba, no abría la boca. A nadie devolvió mal por mal
Terminadas las burlas, le pusieron una cruz en sus espaldas y llevaron a Jesús a un monte. Lo  crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver  lo que se llevaba cada uno. Algunos lloraban, otros se reían y le decían:
—¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres  días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.



Desde la cruz, Jesús, a pesar de que no tenía fuerza ni siquiera para sostener la cabeza, dijo cosas impresionantes:
- Dios mío, Dios mío,  ¿por qué me has abandonado?
- Padre, perdónales, que no saben lo que hacen
- Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu
Jesús murió. Cogieron su cuerpo, lo envolvieron en una sábana y lo colocaron en un sepulcro.

Pusieron guardias en el sepulcro de Jesús para que
no robaran su cuerpo y dijeran que había resucitado


SAN LUCAS

A mí me toca contaros la parte más bonita de esta historia. ¡Cuánto me gusta contarla! La Buena Noticia es ésta: ¡Jesús resucitó! No acabó todo en la tarde del viernes santo. A los tres días resucito, tal y como nos había dicho.
Es verdad que nadie le vio resucitar. Pero empezamos a darnos cuenta de que algo maravilloso había sucedido cuando María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y Juan, y les dijo:
—«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, Entraron al sepulcro y vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Pero eso no fue todo. Jesús resucitado se apareció a sus discípulos en muchas ocasiones. Recuerdo que al anochecer del domingo estábamos los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
—«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
—«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
A veces nos costaba reconocerlo, pero os puedo asegurar que era él. Nos dimos cuenta de que era Jesús cuando partía el pan y cuando, mirándonos con amor, nos lo repartía.
            Un día los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.

Jesús asciende al cielo. No lo podemos ver
pero lo podemos sentir en nuestro corazón

           Resucitó Jesús y él nos resucitó a nosotros. Resucitó nuestra alegría, nuestra ilusión, nuestra fuerza para anunciar a todos que Dios es nuestro Padre y nos quiere.

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