miércoles, 15 de enero de 2014

La madre, el médico, el maestro y el sacerdote (Pilares fundamentales de la Sociedad)

La situación en que vive nuestra sociedad nos habla y mucho del deterioro de cuatro columnas insustituibles de la misma: la madre, el médico, el maestro y el sacerdote. Cada una en su función. Ellas han sostenido y ordenado la vida de las personas y el conjunto de las relaciones que nos convierten en seres humanos, que nos otorga una condición de civilización, en definitiva, que hace presente la existencia de una sociedad.


La madre es el fundamento. Ella es la consecuencia de engendrar y cuidar al engendrado, la pieza sillar de toda la humanidad. Su importancia es tanta que es el único caso personal en torno al que se ha construido una institución social que posee el máximo reconocimiento: el matrimonio. Él tiene por objeto la maternidad y su cuidado, de allí su nombre, y la fiesta de bodas es, en gran medida, la celebración de esta expectativa. Pero todo esto está muy degradado. Nuestra sociedad percibe cada vez más la maternidad como una carga. Una parte de las mujeres lo hace, aunque sigue siendo, providencialmente, una escasa minoría. Pero todos los estímulos, incluso los que se generan desde los gobiernos, van en el sentido contrario a la plenitud de la condición de la mujer, que no es otro que la de engendrar vida y cuidarla. No solo por un hecho material y reproductivo, sino porque en esta vida y en este cuidado se encarna la manifestación más alta del vínculo más fuerte que posee el ser humano, “el gran constructor”, el amor. El matrimonio ligado a la maternidad ha sido destruido en aquellos países como España, que ha introducido la figura del matrimonio homosexual, alterando así toda la perspectiva antropológica, social y económica de esta institución. Ahora en nuestro país el matrimonio no tiene como horizonte el sentido de la nueva vida, sino la institucionalización de una relación sexual, emotiva, sensible, sin ninguna relación necesaria con la maternidad. El cambio es absolutamente radical y solamente la ceguera ideológica lo impide constatarlo.
 


El médico, por su parte, sigue gozando de un gran prestigio social, pero su papel ha quedado también profundamente transformado. No es quien acompaña a la vida y a la muerte de las personas, sino que se ha convertido en una “técnico” que, ayudado de la máxima tecnología posible, nos acompaña en momentos concretos de nuestra vida. La desaparición del médico de cabecera es en este sentido un factor de deterioro de una relación que humanizaba los momentos más difíciles de la vida de una persona, los que alcanzan un estado de dependencia, sea esta provisional por una enfermedad o terminal. También ha comportado otro hecho que es, digámoslo así, la proletarización del profesional de la medicina, que se ha convertido en un trabajador asalariado. Y esto determina una importante contradicción interna entre su función como asalariado en las condiciones que trabaja y la vocación que poseen todavía la mayoría de ellos de dar un servicio muy especial a los demás.
 
En el caso del maestro es distinto, aquí el deterioro está relacionado con la propia consideración de la figura. El maestro ha perdido autoridad. Quien antes tenía una voz determinante ante los padres se convierte ahora, muchas veces, en una víctima de ellos, y el sufrimiento de demasiados en aulas ingobernables dice mucho de cómo se ha modificado su función. Cuanta menos autoridad tienen más tiempo han de dedicar a mantener el orden. Ahí no han contribuido los planes de estudio, los nuevos enfoques sobre la pedagogía que han perdido de vista algo esencial: que no hay ningún tipo de educación posible si no existe un atento cuidado al cultivo de las virtudes. Pero, como estas han desaparecido del panorama, lógicamente la maestría ha quedado reducida también una función técnica, que en este caso debe además de resultar aceptable para los padres de unos hijos en demasiadas ocasiones y hiperprotegidos. Claro que una parte de la profesión ha contribuido a esta situación. El maestro ha querido bajar del pedestal en muchos casos y lo ha hecho con mal pie, combina una relación de “amigo” y al propio tiempo enseña que es muy difícil de mantener.

 

Por último el sacerdote. Su imagen y su realidad también se han visto desvirtuadas y deterioradas, no nos referimos ahora en el conjunto sino en los propios feligreses. Es más, entre los propios sacerdotes en algunos casos les cuesta encontrar su función. En esto último los déficits educativos de los seminarios han sido decisivos. Un sacerdote no es un animador, ni un coordinador, ni un gestor administrativo de sacramentos, ni su actividad es residual, se despacha en horas de oficina dedicado a otros temas que él considera más importantes relacionado con la enseñanza o sus otras vocaciones teológicas, sociales o del signo que sean. El sacerdote es un icono de Jesucristo y ejerce una función sagrada y en el ejercicio de esta función los feligreses han de saber reconocerla. Es digno de un especial respeto y consideración que en muchos casos ha desaparecido y que no es incompatible con las manifestaciones de afecto, amistad y confianza, pero hay un punto de inflexión al que nunca se debe llegar porque el sacerdote por el hecho de haber asumido el sacramento del orden es distinto. Para un católico es quien puede perdonar los pecados y consagrar. Gracias a él disponemos de la comunión eucarística y esto marca une estadio distinto.

 

Podríamos extendernos con más deterioros de personajes vitales para la sociedad, como sería el caso escandaloso que sucede con los padres, pero dejémoslo aquí y subrayemos solo que si no somos capaces de dar el sentido primigenio de esta función, de dar vida y cuidarla, sanar, enseñar y consagrar, no saldremos nunca del fondo del hoyo.

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